Mi Experiencia
con el Racismo
Cynthia
Palomino – 31 de mayo del 2020
Con mis 7 años mis padres aceptaron el llamado de Dios
para ir al campo misionero. Y así fue como la Familia Palomino; padre, madre y
cuatro hijos pequeños, llegaron en 1990 a Trujillo, Perú. Sin embargo, los
tiempos cambiaron, y así también el llamado de mis padres. Terminamos mudándonos al país que ahora
considero mi hogar – Paraguay.
Del Perú no tengo muchos recuerdos, pero me acuerdo de
que el Paraguay nos recibió con los brazos abiertos. Siempre me sentí a gusto,
rodeada de un sinnúmero de amigos y conocidos. Desde el primer día amé el
mbejú, el tereré y la chipa guasú. Nunca pude aprender el idioma nativo, pero su
fluidez y elocuencia siempre me impresionaron. Sin embargo, por más que
Paraguay fuera mi hogar, sabía que era extranjera. Mi mamá es estadounidense y
mi papá colombiano. En casa se hablaba inglés y español, almorzábamos
sándwiches y cenábamos arepas o patacones y bailábamos al hacer la limpieza del
fin de semana al son de la música de Carlos Vives. Tenía amigos de varias
culturas, pero sabía que la mía era un mosaico que solamente podía compartir
con mi familia. En fin, por más que mi corazón me arraigaba fuertemente a mi
amada tierra Guaraní, sentía que no era en realidad mi identidad cultural.
Cada cuatro años nos tocaba volver a los EE. UU. para
hacer visitas a las iglesias que apoyaban el trabajo de mis padres. Era una
oportunidad muy emocionante para nosotros como niños porque mi mamá siempre
procuraba mostrarnos su país – nuestro país. Fue en estos viajes que
llegué a conocer lugares muy interesantes como la Estatua de la Libertad,
Disney World, la Casa Blanca, etc. Cada vez que nos íbamos siempre me
impresionaba escuchar inglés por todas partes y pensaba “¡Esta es mi gente!”
Nuevamente
cambiaron los tiempos y mis padres decidieron volver a EE. UU. para vivir.
Hasta ahora todos los viajes que habíamos hecho eran para visitar y volver al
campo misionero. Con 15 años nos mudamos y me inscribieron en un colegio
publico en el estado de Texas. Recuerdo mi primer día de clases… El edificio de
la secundaria (solamente secundaria – 9no al 12mo grado) era enorme. Había
guardias de seguridad controlando cada acceso, y solamente entraban alumnos con
su identificativo escolar. Después de haber pasado por un detector de metal y
chequeo aleatorio de mochilas entré a experimentar mi primer día de clases. Me
acuerdo todavía de la emoción de por fin poder asistir a un colegio como había
visto en las películas. ¡Iba a tener un locker con candado! ¡Y almorzar en un
comedor! Y como era un colegio técnico, iba a empezar mi anhelado estudio de
enfermería. Por donde miraba había chicos de todos los tamaños, colores y culturas.
Y como siempre me sentí “ciudadana del mundo” sentí que
por fin encontré mi lugar.
Una secretaria me entregó un horario de clases y me
acompañó a mi primera clase del día – matemática. Navegamos el laberinto de
pasillos hasta por fin llegar a la puerta de la clase. Tocamos la puerta y
esperamos respuesta. “Adelante,”
escuchamos de adentro, y abrimos la puerta. Mis ojos brillan con entusiasmo al
ver a mis nuevos compañeros, una pizarra que alcanzaba de
pared a pared y los pupitres de metal y formica. Mis ojos se detienen en la
figura de mi profesora y anticipo su cálida bienvenida. Sin embargo, en su
mirada no encuentro ninguna evidencia de interés en mi persona y me confunde su
actitud. Impacientemente, me mira detenidamente y dice con frustración, “¡Uf! ¿Otra?” Estoy parada en la puerta con
mi nueva mochila por mi espalda y un cuaderno en mis brazos e intento entender
a qué se refiere. ¿Otra? ¿Otra qué? Veo que el aula está llena de alumnos y
pienso que quizás está molesta por tener que recibir a uno más. No entiendo. Se
me acerca la profesora y me pregunta lentamente y en un volumen más fuerte, “¿Entiendes
inglés?” Se me hacen grandes los ojos, cae la ficha y entiendo todo. Me arrasa
una ola de vergüenza e indignación por la situación que estoy pasando. “Si,
entiendo inglés,” contesto con la mejor dicción y cortesía que puedo encontrar.
Me señala un asiento en la esquina más lejana del aula y voy a tomar mi lugar.
Siento la mirada de mis compañeros al buscar mi camino entre las piernas y
mochilas en el piso. ¿Que piensan ellos de mí? ¿Como pueden saber cómo soy si
ni me conocen? Las preguntas no paran de girar en mi cabeza y toda la felicidad
que sentí al empezar mi primer día se extinguió.
Por suerte,
esta experiencia fue casi única. Pero fue a partir de ese momento que me di
cuenta de que el racismo no es algo que uno solamente estudia en los libros de
historia. En el contexto estadounidense, no es algo que se limita solo hacia
los afroamericanos. El racismo sucede en ámbitos que pensamos que son espacios seguros
– como los colegios, nuestras iglesias, los supermercados o el gimnasio.
Inclusive, sucede sin intención de agredir porque ya se convierte en parte de
la cultura cotidiana. Lo vemos en el sabor de los chistes que contamos o
escuchamos, en músicas, obras de arte o nuestro trato con nuestros compañeros
de trabajo o empleados.
Hoy, me
siento obligada a reflexionar en mis experiencias con el racismo por lo que
estoy viendo en las noticias en EE. UU. Las Tendencias en mi Twitter están
saturadas por nombres de ciudades donde hay demostraciones y protestas por el
racismo que están sufriendo sus ciudadanos afro-americanos, latinos, y otras
etnias no-blancas. Coincidentemente, hoy también es Pentecostés, el día de la
llegada del Espíritu Santo a los creyentes en los tiempos del Apóstol Pablo. Al
ver y al escuchar los llantos de los que sufren, se quebranta mi espíritu y
clama mi alma al Gran Espíritu – “¡VEN! Manda tu fuego de sanación
y trae tu justicia. Este mundo te necesita.” Solamente la fuerza y el fuego de Su Espíritu
podrán cambiar estos tiempos. Mientras tanto, es mi obligación y tu obligación
y nuestra obligación hacer nuestra parte para mostrar amor, misericordia y
perdón a este mundo desahuciado.
Kyrie
Eleison.
Lord,
have mercy.
Señor,
ten piedad.
Herr,
erbarme dich.
Mi corazón cantará del día que traerás.
Que quemen los fuegos de tu justicia.
Enjuaga toda lagrima
porque aproxima el amanecer,
y el mundo está por cambiar.
(Cantico del Cambio, de la canción de María del Evangelio de
Lucas)